Felipe Calderón y Álvaro Uribe, los gentlemen de
la guerra y la ruptura psicosocial
La guerra es una masacre entre gentes que no se conocen
para provecho de gentes que sí se conocen, pero no se masacran. Paul Valéry
Daniel Sixtos
Entre los ex presidentes Felipe Calderón Hinojosa y Álvaro
Uribe, de México y Colombia, respectivamente, cumplen ambos aspectos similares:
el uso de la coerción social como medida de control y exponentes de las
laceraciones más graves en el tejido psicosocial de muchas comunidades que
vieron mermadas sus territorialidades por los desplazamientos forzados,
desapariciones forzadas, delincuencia, asesinatos.1 Ambos,
desde su muy distanciada, aunque cercana periferia por acuerdos económicos,
representaban los sectores de podredumbre política, donde los graves daños de
trauma psicosocial se verían representados por los individuos de las distintas
comunidades afectadas.
En semanas pasadas se ha anunciado un proceso de aprehensión
al ex presidente de Colombia Álvaro Uribe por investigaciones relacionadas con
compras de votos, silencio por los atropellos cometidos durante el proceso
denominado “Plan de Seguridad Democrática” que vivió Colombia durante la
presidencia de Uribe, como medida al combate de la guerrilla, la delincuencia
organizada, el narcotráfico…, pero que acumuló cientos, miles de muertos, así
como desaparecidos y una polaridad en la percepción de los individuos sobre los
efectos positivos o negativos de ese plan.2 Un país
dividido por las formas, que se volvieron los fondos y a lo largo del tiempo,
observamos la irrupción de un poder de contención en la generación y
acumulación de riqueza de unos cuantos particulares, así como asesinatos de
líderes comunitarios y excombatientes, todo, en un mapa de reordenamiento
coercitivo político.3
Por otro lado, la guerra contra el narcotráfico, consolidada
por el ex presidente de México, Felipe Calderón, fue la consigna de su campaña
de elección presidencial, dado que en las encuestas figuraba con una enorme
desventaja en relación al contendiente de la izquierda en aquel entonces,
Andrés Manuel López Obrador y, cuyos resultados conocidos por unos y por otros,
pronosticaba lo que ya se sabía: el triunfo de Calderón por supuestos hechos de
corrupción en su campaña y un discurso de combatir la inseguridad, lo que le
generó muchos adeptos dadas las condiciones sociohistóricas del país. Sin lugar
a dudas, a pesar del imaginario colectivo que se presumía sobre el grave error
de declarar una guerra confrontativamente directa contra el narco, nunca nos
imaginamos que esto se desarrollaría con una brutalidad sin precedentes; en
ella, la sociedad mexicana aprendió a elogiar la locura y naturalizar su
proceso, de tal suerte, que las sorpresas de descuartizados, “encostalados”, asesinatos,
desaparecidos, se volvieron en una realidad que pocos o, casi nadie, quiso, ni
se atrevió a cuestionar y cuando se realizaba, existía una tendencia a
revictimizar a las víctimas en todo proceso judicial4,
práctica aprendida desde Colombia por el aprendizaje directo de “los falsos
positivos”. El horror con que se desprendió esa guerra fue de tal magnitud, que
el número de muertos y desaparecidos dan idea de la ruptura del tejido social y
el abismo en que se adentró. Más de 174 mil asesinatos y aproximadamente entre
30 y 50 mil desaparecidos, aunque los números, al paso de los días, podrían
referir estadísticas más trágicas.5 Los cientos, miles
de desapariciones han sido documentados y el Estado en su actuación de
investigador, reparador (aunque no se sabe de qué ni de cómo) y
repartidor de justicia, ha quedado sobrepasado: de hecho, en la
administración de Felipe Calderón, las desapariciones forzadas dirigidas a
población de clase trabajadora aumentaron, al igual que asesinatos a líderes
comunales y líderes de movimientos de resistencia. Situación similar en todas
sus aristas influenciadas, además, por un Plan Mérida, donde la opinión de
Álvaro Uribe, jugó un papel fundamental para que Calderón llevara a cabo una
guerra sobre intereses económicos con nulidad de reparo psicosocial por las
consecuencias de muerte y destrucción.6 Dado los
acontecimientos descritos anteriormente, resulta muy puntual visualizar algunos
puntos que comparten en ese escenario de impunidad y daño psicosocial tanto la
administración de Calderón como de Uribe. No significa que sean necesariamente
los más importantes o los únicos en la lista de situaciones pendientes
referente al daño psicosocial, sólo esbozan particularidades que, para mi
entender, resultan de relevancia al momento de establecer un juicio contra ex presidentes
y temáticas que convergen en la ruptura del sentido comunitario:
1) Desplazamiento forzado: En medio del horror de la guerra,
aparecía un problema complicado, disruptivo en las interrelaciones sociales y
que generaría la movilización de grupos comunitarios: el desplazamiento de
decenas de comunidades de sus territorialidades a partir de las cuales el
sentido de comunalidad, de identidad, donde se pierde la relación con el
territorio y su relación directa de experiencia de vivir,7 se
vio trastocado por el enorme avance de la delincuencia organizada y la
ocupación de terceros con el fin de expandir su dominio y hegemonización
respecto a otros grupos rivales de delincuencia. En Colombia, el desplazamiento
llevó al asesinato de personales, líderes comunitarios y decenas de personas de
una comunidad sin que hasta ahora exista una investigación real, mucho menos
justicia para las comunidades afectadas en ese momento. Las transfiguraciones
de una guerra civil de más de 50 años manifiestan el realce de una estrategia
de afrontamiento mediante la cual la polarización de la sociedad colombiana fue
uno de tantos estragos de una apuesta por el afrontamiento directo como medida
de protección de intereses trasnacionales, pero no como la reparación de un
tejido de identidad social que hoy se ha visto fracturado en diferentes
comunidades de Colombia. Bajo la bandera de países democráticos, actos de
guerra fueron presentados como soluciones de anteriores administraciones y sus
fracasos visibles por el simple hecho de observar un problema desde la
centralización de complicaciones administrativas y no, de un problema de
territorialidades donde la tierra tiene una representación fundamental en la
cosmovisión de los pueblos, un tercer sujeto8 del cual,
el simbolismo recuerda el pasado directo en sus raíces, con aquello que
construyeron y generó diversidades de memorias colectivas fortaleciendo los
lazos comunales y el sentido de comunidad que durante cientos de años permeó en
cada uno de los pueblos. Ese desarraigo genera diferentes problemas
psicosociales tan fuertes que son representados o percibidos como la pérdida de
un mundo o de la vida.9
2) Asesinatos y desapariciones: Este ha sido un fenómeno con
graves consecuencias psicosociales colectivas e individuales. En ese sentido,
hemos visto como herramientas tanto en Colombia como en México, el uso de la
desaparición forzada como un arma elemental de contención y coerción, es decir,
como un elemento de represión contra la disidencia política armada y no armada
(Cerezo, 2018). Bajo esa característica, la aparición del narcotráfico en la
escena pública y su combate se genera como mecanismo de control y legalización
del establecimiento del orden por parte del Estado, ocupándose para ello de la
desaparición de garantías individuales y la violación de derechos humanos. En
la guerra contra el narcotráfico, así como en la apuesta por una Ley de
Seguridad Democrática como la desarrollada en Colombia, el fin último justifica
la protección de intereses personales económicos en una esfera sombríamente
injustificada de que la vida sobre sí misma se determina a través de procesos
económicos más no de intereses de un existir, de un ser en tanto que ser. Y
esta situación termina por borrar la episteme de las personas y de los pueblos,
convirtiendo estos procesos en factores secundarios “lamentables” de bajas o como
falsos positivos sobre una guerra que no afronta 1) los problemas psicosociales
de las comunidades y 2) se diluye la conceptualización de violencia, orden y
negocios bajo una premisa de creencias racionales sobre lo que “debe de” ser y
no lo que “se desearía” que fuera. ¿Cuál sería el objeto concreto sobre estas
situaciones? La fragmentación social, la ruptura del tejido comunitario como
una apuesta de medidas de contención social para evitar los recuerdos vividos10 o
la construcción de una memoria histórica capaz de aglutinar a un movimiento
específico que termine por concretar una fuerza de contención contra esa
tendencia coercitiva. De la misma manera, la creación y aparición del
paramilitarismo reforzó la idea que más arriba en este texto se pronunciaba: el
desplazamiento de zonas geográficas fundamentalmente como medidas estratégicas.
Los retenes que terminaban por influir en la desaparición forzada, dan cuenta
del uso comercial de la vida, donde en algunos casos reportados, fueron
sustraídos de vehículos o de domicilios para trabajar en los campos y dedicarse
a la recolección forzada de uno u otro cultivo. La fuerza de motivación
tangible en esa sociedad radica en su capacidad de producción y los asesinatos
un número menor de rivalidades y demostración del espectáculo que se es capaz
de realizar ante la menor provocación, además de fortalecer los procesos de
impunidad y servir como tema electoral, muy en contraste con los procesos de
pacificación.11
Estos dos temas sociales descritos de forma muy reducida
permiten dar una continuidad a la idea del análisis de este escrito: entre
ambos, señores de la guerra, comparten, además de una similitud de
planteamiento en la “pacificación” del país, la guerra. Pero también, en el
desgaste social que esto implicó y el grave resultado psicosocial que tuvo como
consecuencia para un grueso de la población.
Apegándose a la idea de Martín-Baró y el trauma psicosocial,
podemos aventurar que los hechos sociales e históricos permiten una
interpretación de elementos simbólicos por medio de los cuales abrimos una idea
de lo que ha sucedido y esclarecer ese pasado, desarrollado sobre los procesos
de dominación y exterminio social.12 Los proyectos de
militarización en ambos países generaron medidas de represión que podrían
visualizarse por medio de los efectos psicosociales como el miedo basado en
sobregeneralización de hechos inmediatos, la catastrofización sobre el futuro
inmediato, la rumiación cognitiva sobre los sucesos que han sucedido a lo largo
del tiempo, donde en muchos casos, aumento de ansiedad, cuadros depresivos,
anergia, anhedonia, dificultad para concentrarse, ideaciones suicidas (García,
2019) fueron los resultados de la maquinaria de guerra que dejarían secuelas en
las vida de muchas personas, en muchas de ellas irreparables en un plano
cognitivo. Pero hay más: los hechos no son exclusivamente clínicamente
comprobables sino, al mismo tiempo, y como efectos psicosociales de la
violencia, una difuminación del sentido de identidad en las poblaciones, donde
los principios de comunalidad fueron pisoteados y barridos en un intento
visible de desaparición de las cosmovisiones, de las formas de quehacer
comunitario con el objetivo de la expropiación de tierras, la superioridad
entre comunidades y subgrupos y la menguación y descodificación de las
población sometidas bajo principios de relaciones de poder. Un sentido de
pertenencia que se perdía en tanto los desplazamientos dejaban de lado las
memorias históricas que se habían construido en la pertenencia de la tierra, de
los brazos orientadores de la formación de vida, del aprendizaje de tradiciones
y procesos culturales que refrescaban la memoria de tanto en tanto en el
devenir como pueblos indígenas y originarios, poblaciones que han sufrido los
estragos más dolorosos de la guerra. Ese mismo sentido de identidad que ha
tenido que contar de elementos como la pobreza, el olvido, la revictimización
por parte de las autoridades, el silencio de los medios de comunicación y los
grandes intentos de un epistemicidio conjurado para no hablar “con” sino un
“desde el fondo y al olvido”, situación que genera una tensión social al no
tener abiertos los canales de comunicación, mucho menos los baluartes bajo los
cuales se pueda proceder para un proceso de reparación, paz y justicia. Justamente
porque el lenguaje que utilizan los procesos del Estado responden a una
instancia centralidad con visiones empresariales destinadas al “fortalecimiento
de la vida económica de una región”, tienden casi en automático a ignorar, o no
comprender las relaciones psicosociales en comunidades étnicamente
diferenciadas, con un gran dilema epistémico sobre comunidad o comunalidad13,
variando dependiente del punto de vista institucional donde se arraiga el poder
que ejerce una opresión sobre las condiciones psicosociales de cada región en
particular. De tal suerte que, termina por establecer puentes de
ruptura comunitaria al involucrarse en los padecimientos de la
individualización capitalista como la drogadicción, alcoholismo, violencia,
(García 2019) como formas de expresión cognitiva sobre un trauma psicosocial
que no percibe en sus esquemas cognitivos la racionalidad coherente de un
entramado de irracionalidades que, para sobrevivir se tiene que abandonar la
tierra con la cual existe una conexión arraigada o, la búsqueda de un familiar
con el objetivo de reestablecer la conexión afectiva y corpórea con el ser que
ha sido arrebatado por la “inoperancia” del aparato de justicia del Estado, sin
importar el peligro que represente para sí mismo, la familia y la modificación
obligada de los patrones familiares y merma de la salud biopsicosocial de las
personas.
¿Cómo no sería fundamental el arresto en estos momentos de
Álvaro Uribe, cuando pudo apreciarse en el marco de la época denominada
“uribismo” intentos siempre extraordinariamente efectivos de distraer la
opinión pública para quitar la carga de importancia colectiva de un acuerdo de
pacificación con la FARC y el gobierno de Colombia, por una situación económica
a través del Programa Seguridad Democrática que conllevó a vaivenes materiales
tanto para instituciones privadas como al propio Uribe? Porque justamente el
caso involucra a miles de personas involucradas de forma directa e
indirectamente, se vuelve esencial al momento de hablar de reparación, justicia
y paz, con leyes establecidas que permitan la no repetición de estos actos de
laceración social. Ahí, bajo el acompañamiento judicial, la importancia de los
procesos de identidad comunitaria y el gran daño que estableció en cientos de
comunidades por la protección de intereses económicos nacionales e
internacionales privados. ¿Acaso no se trató de borrar de los esquemas
cognitivos los procesos de resistencia comunitaria diluyendo en sí el golpe del
trauma psicosocial y la ahistoricidad de los individuos que fueron directamente
perjudicados por esta situación? ¿La reparación de las familias también
determina un proceso de acompañamiento psicosocial, donde el acceso a la
verdad, la justicia permita dilucidar el entramado de complicidad de los
representantes del ejecutivo, militares, empresarios y una larga cadena de
responsables que hoy, en un proceso de dominación, entablan un diálogo de poder
desde su identidad y comunidad específica por los procesos de blanquitud y
hegemonización de clase social?
Estos conglomerados dan idea de una ruptura por medio de las
sociedades postindustriales y su conformidad bajo los aditamentos que se
confieren sobre sí misma y la problematización que se tiene al momento de
hablar de un avance hacia el progreso, donde las herramientas, versan con una
visión hegemónica tanto cultural como de políticas que terminan por defenestrar
los avances y logros de esas resistencias comunitarias. Subjetividades que se
diluyen al paso del tiempo y son deslegitimadas por la idea de una
individualización y el consumo como su medida de estandarización social
consumada. Los objetos que transforman las relaciones en idea de moda, a través
del consumo, de la especificidad del objeto en la vida del sujeto y su
formulación en un acción social como consecuencia directa del racionamiento
racional que determina la vida cotidiana de una sociedad, donde la subjetividad
se ve reducida a una propuesta pasiva y no necesariamente implementada de
respuesta ante las contradicciones del marco conceptual capitalista y menos
como una herramienta de satisfacción del sujeto como un acto social donde la
otredad renueva el acto de pertenecer, identificarse como parte de un contexto
donde el individuo deja de pasar como un simple engranaje del mecanismo
económico y recupera una objetividad que le permite disentir y expresar un
desacuerdo sobre los moralismos en turno. En ese sentido cabría recordar la
idea de un médium is message14 y, dado que
el mensaje no oculta la función real del medio, bien podríamos decir que ambos
expresidentes tienen una responsabilidad mucho más allá de la transición de
ideas sociopolíticas-económicas que atravesaron en sus contextos
históricos, en cuanto sí el resquebrajamiento de una identidad
comunitaria que sirvió como sacrificio de los intereses electorales en momentos
de tensión política, de los cuales era consecuentemente un resultado de armar
discursos que carecían de elementos de transformación social y solo de
prebendas o transición de imágenes que, sin decir nada, creaba todo un
espectáculo y la oportunidad de trascender y crear un nuevo país…
Visto desde esa interrogante de suposiciones sobre lo que
ocurrirá, la colusión del Estado en el crimen organizado y la apertura ante las
herramientas digitales de comunicación, determinan que esa vida social sigue
teniendo una superposición de ideas, proyectos, sueños vendidos por aquellos en
cuyo presencia, hoy, recae miles de denuncias; aunque su formación sigue siendo
la venta de mercancías totales en el espacio social donde la presencia de
libertad, justicia, pacificación son palabras mercadológicamente tentadoras y
por ello, con costos económicos (y sobretodo sociales) muy altos15.
En esa interrogante aparece la idea de un fin de lo social, hacia raíces de una
afluencia donde inhiben los derechos y no existen garantías del ejercicio de su
libertad y justicia para esa cosmovisión que se vio afectada por los intereses
particulares y, en lo epistemológico, cambiar al sujeto humano, en un objeto
del consumo, destinado hacia un espectáculo. Tratando así a un sujeto moldeable
de acuerdo a intereses particulares y privados donde la existencia del
individuo responda a las condiciones mecánicamente impuestas por una fracción
empresarialmente fuerte y de visión individualista respecto al avance de la
fragmentación de micro sociedades unilateralmente pensantes bajo una misma
conceptualización: la producción de mercancías, el enriquecimiento y la
coerción social sobre todo aquello que se interponga en asuntos económicos por
ideas absurdas como el sentido de lo comunitario. Bajo esas condiciones el
quehacer del individuos, su transformación de lo individual al actor social y
su problematización referente a lo comunitario, radica en la interrogante
constante del desintereses de ese marco social sacralizado, económicamente
ponderante y más que una preocupación, sobretodo, una ocupación alrededor de
sus propios derechos, su libertad, su justicia16 y su
camino trazado, en el ejemplo de colectivos de madres, familias en búsqueda de
sus seres queridos, de la recuperación de sus territorialidades, de la justicia
en la toma de conciencia de un sujeto humano que trataron, bajo todos los
medios de silenciar y, en el mejor de los casos, olvidar entre cientos, miles
de coerciones.
El gran desafío que tienen las instituciones del Estado
mexicano y colombiano versa sobre la aplicación de un enjuiciamiento hacia los
expresidentes de Nuestra América, quienes históricamente siempre han salido
limpios y fuera de toda investigación judicial. El proceso de “limpieza” sobre
la corrupción que está realizando el presidente López Obrador en las antiguas
administraciones que le antecedieron, tienen la oportunidad de marcar un
antecedente en la política mexicana y levantar una investigación sobre las
muertes extrajudiciales, los casos de desaparición forzada y enriquecimiento
ilícito de los colaboradores de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto (aunque
este último parece una pieza ya arreglada desde antes), que podrían llevar a un
juicio, por primera vez en la historia a un presidente de México, respaldado
por el gobierno de Estados Unidos (en tanto que Trump sea renovado en el
cargo). En el caso de Uribe, se debe de seguir todas las informaciones, las
documentaciones sobre espionaje y asesinato de testigo importante en la
relación directa del paramilitarismo-uribismo-asesinatos de cientos de
defensores comunales. Colombia puede tener un presente también histórico si la
Corte colombiana se rige por principios de honestidad, justicia, reparación y
castigo a los verdaderos culpables. En lo referente, los procesos con manuales
de investigación presentes a las búsquedas, la resolución de casos, sus
esclarecimientos, así como leyes que protejan a las familias y permita una
articulación interdisciplinaria, permitirá el encuentro de justicia,
reparación, castigo y la no repetición de actos violentos que laceren a las
comunidades y familias como lo han hecho los gentlemen de la
guerra, dirigidos por el entramado geopolítico de Estados Unidos, bajo el
principio de democracia y libertad, cuento que hace tiempo es la gran
tragicomedia de la realidades de Nuestra América.
Fuente: Rebelión.org
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