Morena: el costo de la silla presidencial
Ricardo Orozco
Luego de las elecciones locales, en las que el
Movimiento de Regeneración Nacional se coronó con una victoria indiscutible en
términos de su potencial para movilizar estructuras de base, el partido que
lidera Andrés Manuel López Obrador se ha mostrado con una
actitud conciliadora que, por lo menos en lo que respecta a primeras
impresiones, ha sorprendido a adeptos y detractores. Y es que, si bien es
cierto que las alianzas políticas de las que se vale Morena, en
general; y López Obrador, en particular; siempre se han desplazado entre la
izquierda y la derecha por igual, también lo es que pocas veces en la historia
del dos veces presidenciable, y aún menos en la del partido, la
visibilidad y lo explícito de los acuerdos que ambos establecen con políticos
de otras nomenclaturas o empresarios es escasa.
Dos aspectos, no obstante, revisten especial importancia para el análisis de la presente coyuntura. El primero de ellos, sin duda, es el hecho mismo de que Morena esté buscando hacer las paces con la mayor cantidad de actores posible. Y lo es, de entrada, porque López Obrador parece haber comprendido —luego de dos campañas presidenciales en las que su moneda de uso corriente fue la afrenta directa con sus opositores—, que aunque lo contestatario de su discurso resulta atractivo para determinados sectores de la población, desencadena efectos repelentes en esos otros segmentos que, sin ser parte del vulgo, deciden resultados electorales y la instrumentación de políticas públicas específicas por la vía financiera.
Pero también, porque, de un lado, las personalidades que se van sumando al proyecto de López Obrador —que de manera tan pomposa se decidió nombrar Acuerdo Político de Unidad para la Transformación del País—, dan muestra de las fortalezas con las que Morena llegará a los comicios de 2018; y del otro, porque esas mismas figuras visibilizan (aunque no de manera tan expresa), lo mismo la descomposición interna de las estructuras dentro de las cuales habían encontrado la plena satisfacción de sus intereses que las debilidades de los mismos para (re)organizarse en sus coaliciones tradicionales.
No es un dato menor, por ejemplo, que entre los nuevos estrategas de Morena se encuentren representados por igual los intereses de los tres principales monopolios en materia de radiodifusión y telecomunicaciones; por intermediación, claro, de las personas de Marcos Fastlitch, suegro del presidente de Grupo Televisa, Emilio Azcárraga; de Esteban Moctezuma, presidente de Fundación Azteca; y de Miguel Torruco, consuegro de Carlos Slim. Así como tampoco lo es que María Asunción Aramburuzabala, Alfonso Romo Garza, Jaime Bonilla y Raúl Elenes Angulo se hayan sumado a la lista de beneficiarios/benefactores del Movimiento de Regeneración Nacional.
Sobre los primeros dos personajes, el dato importante es que apersonan la búsqueda de beneficios propios, pero, al mismo tiempo, haciendo las veces de vocería de las dos empresas que en 2006 y 2012 se encargaron de fungir como caja de resonancia para la campaña mediática con la que se atacó a Obrador. Respecto del tercero, trasciende que se suma a los ya varios adeptos que el Morenismo ha extraído de las huestes formadas en Grupo Carso. Los demás, por su parte, resultan ser aliados peculiares por sus nexos, muy próximos, a las figuras de los expresidentes Carlos Salinas de Gortari y Vicente Fox Quezada; circulo en el que se introducirían a las más recientes adquisiciones de Morena: Manuel Bartlett, funcionario central en los hechos de la caída del sistema, en los comicios de 1988; y Lino Korrodi, principal operador financiero de la campaña panista en 2000, a través de Amigos de Fox.
Del lado de la izquierda ideológica, las dos personalidades que más hacen ruido son las de Porfirio Muñoz Ledo e Ifigenia Martínez; ambos, cofundadores del Partido de la Revolución Democrática (junto con Cuauhtémoc Cárdenas, quien niega a sumarse a la propuesta de Morena). Y es que si bien el PRD ya destaca más en el imaginario colectivo nacional por su asimilación a la agenda programática del priismo y del panismo que por las nulas banderas ideológicas con las que navega —luego de su adhesión al Pacto por México—, la captación de talentos partidistas en la que se ha traducido el proselitismo Morenista de Martínez y Muñoz Ledo representa una ventaja que se traduce, principalmente, en la captación de recursos y movilización de las bases de apoyo locales.
Suponiendo que todos sepan para quién trabajan, y que cada uno trabaje para quien dice hacerlo, el dato revelador de las recientes alianzas firmadas por López Obrador es que dan señas de que las cosas no están bien en algunos de los principales círculos del priismo de la vieja guardia —por parte del perredismo, es claro que las cosas no transitan desde la resaca de 2006. Es significativo, en este sentido, que las agendas de Enrique Ochoa, líder nacional del PRI, y de Aurelio Nuño, titular de la SEP y suspirante presidencial, van en sentidos divergentes. Pero también, que una fracción del Partido Verde (PVEM) en el Sur de la República ya esté buscando su emancipación (sólo en términos electorales) para los siguientes comicios, o que el Grupo Sonora —origen ideológico del priismo, del caudillaje, el corporativismo y el clientelismo contemporáneos del sistema político mexicano— se encuentre desalineado de las directrices del partido.
Porque más allá de la previsible candidatura de Antonio Meade para el 2018, lo que parece estar en el fondo del asunto no es, precisamente, la designación del candidato Oficial, sino que el tradicional sistema de cuotas y redistribución de las ganancias al interior del régimen no está siendo tan democrático como se habría esperado que fuese al asumir la presidencia de la República el Grupo Atlacomulco. Así que, de continuar con la tendencia hasta ahora observada en las firmas que se van sumando al Acuerdo Político de Unidad, lo que quedará cada vez más claro es en dónde se encuentran y qué tan profundas son las fracturas internas del priismo —que López Obrador podrá explotar para conseguir mayores dividendos electorales el próximo año.
Ahora bien, respecto del segundo punto de interés para el presente análisis, lo que no deja de inquietar es que Morena esté buscando aliarse, primero, con miembros del empresariado al que el mismo líder de Morena no ha dudado en nombrar Mafia del poder; y luego, con políticos de todas las identidades partidistas a las que por doce años declaró estar enfrentando. Porque, más allá de que Morena disponga solicitar una carta de arrepentimiento o de desafiliación de los partidos que se oponen a Morena, o de que López Obrador tenga razón al afirmar que todos los humanos erran y siempre son susceptibles de corregir su destino; esas amistades le pueden cobrar una factura muy cara a Morena en las urnas.
Es claro que, como en algún espacio comentó Paco Ignacio Taibo II, uno de los principales ideólogos del Morenismo, la alianza del partido con los ciudadanos, con sus fuerzas de base, ya está fincada, luego de construirse y consolidarse durante doce largos años en los que se atravesaron dos agresivas campañas presidenciales. Y es claro, asimismo, que las coaliciones con empresariado y figuras políticas de otra extracción partidista tienen en la mira reducir al mínimo la resistencia institucional, de los tres órdenes de gobierno y los tres poderes públicos, al proyecto obradorista; además de enfocarse en la captación de recursos.
El problema es, no obstante, que esa alianza de la que Taibo II presume no está fincada en pilares lo suficientemente sólidos como para no quebrarse. Si los resultados que mostraron los sondeos realizados en las elecciones de junio pasado (en los que se determinó que el núcleo duro del voto Morenista proviene, en general, de los sectores medios con niveles considerables de escolaridad y cultura política), son representativos de algo, la consecuencia lógica de las recientes adhesiones al Acuerdo de Unidad de Obrador es que se rechacen: en la tónica de equiparar al partido con sus similares por el puro hecho de utilizar las mismas estrategias electoreras.
Después de todo, uno de los principales atractivos del discurso de Morena, en general; y de Obrador, en particular, a lo largo de poco más de doce años, era que en su agenda programática planteaba, de manera explícita, una diferencia sustancial respecto de la tendencia al amasiato a la que son propensos el resto de los partidos políticos nacionales. De aquí que, aunque se entiende que sumar adeptos abona a la consecución de la victoria política, el costo es atizar la percepción de que esa victoria debe ser alcanzada con independencia de los medios. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, el orgullo y la euforia que le representaba a los integrantes del partido el que éste estuviera constituido por figuras emblemáticas de la academia, la sociedad civil, las comunidades obreras, la cultura, etcétera?
Las preguntas centrales aquí, por tanto, redundan en determinar cuáles son los criterios éticos a los que se está apelando al interior de Morena para determinar en qué momento concede la absolución a quienes fueron sus opositores con anterioridad, por un lado; y por el otro, en saber si esos límites se extenderán (en el supuesto de que se llegue a la presidencia) de manera tal que el costo de la alianza deba ser pagado justo en los mismos términos en los que el PRI, el PAN y el PRD suelen pagarlos. Y es que no debe pasarse por alto que la adhesión de estos personajes al Morenismo no es un cheque en blanco, tiene un precio predeterminado. Además, la cosa no funciona admitiendo la alianza en este momento para romperla después de obtener el triunfo. Las consecuencias que enfrentaría Morena para gobernar, si traiciona las alianzas que construye ahora, serían tan nefastas como las que enfrentan los gobiernos de oposición en algunas entidades: incremento de la delincuencia común, de la violencia, del desempleo, etcétera. ¿Qué precio estuvo dispuesto a pagar Obrador para consentir la acción?
En última instancia, no debe perderse de vista que si los intereses que aglutina Obrador en torno de su propuesta política son lo suficientemente sólidos y densos, éstos no perderán la oportunidad de condicionar y/o determinar los rumbos que Morena y su proyecto partidista toma en lo sucesivo. Y lo cierto es que López Obrador se acerca, sin mucha precaución, a este escenario.
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Publicado originalmente en: https://columnamx.blogspot.mx/2017/07/morena-el-costo-de-la-silla-presidencial.html
Dos aspectos, no obstante, revisten especial importancia para el análisis de la presente coyuntura. El primero de ellos, sin duda, es el hecho mismo de que Morena esté buscando hacer las paces con la mayor cantidad de actores posible. Y lo es, de entrada, porque López Obrador parece haber comprendido —luego de dos campañas presidenciales en las que su moneda de uso corriente fue la afrenta directa con sus opositores—, que aunque lo contestatario de su discurso resulta atractivo para determinados sectores de la población, desencadena efectos repelentes en esos otros segmentos que, sin ser parte del vulgo, deciden resultados electorales y la instrumentación de políticas públicas específicas por la vía financiera.
Pero también, porque, de un lado, las personalidades que se van sumando al proyecto de López Obrador —que de manera tan pomposa se decidió nombrar Acuerdo Político de Unidad para la Transformación del País—, dan muestra de las fortalezas con las que Morena llegará a los comicios de 2018; y del otro, porque esas mismas figuras visibilizan (aunque no de manera tan expresa), lo mismo la descomposición interna de las estructuras dentro de las cuales habían encontrado la plena satisfacción de sus intereses que las debilidades de los mismos para (re)organizarse en sus coaliciones tradicionales.
No es un dato menor, por ejemplo, que entre los nuevos estrategas de Morena se encuentren representados por igual los intereses de los tres principales monopolios en materia de radiodifusión y telecomunicaciones; por intermediación, claro, de las personas de Marcos Fastlitch, suegro del presidente de Grupo Televisa, Emilio Azcárraga; de Esteban Moctezuma, presidente de Fundación Azteca; y de Miguel Torruco, consuegro de Carlos Slim. Así como tampoco lo es que María Asunción Aramburuzabala, Alfonso Romo Garza, Jaime Bonilla y Raúl Elenes Angulo se hayan sumado a la lista de beneficiarios/benefactores del Movimiento de Regeneración Nacional.
Sobre los primeros dos personajes, el dato importante es que apersonan la búsqueda de beneficios propios, pero, al mismo tiempo, haciendo las veces de vocería de las dos empresas que en 2006 y 2012 se encargaron de fungir como caja de resonancia para la campaña mediática con la que se atacó a Obrador. Respecto del tercero, trasciende que se suma a los ya varios adeptos que el Morenismo ha extraído de las huestes formadas en Grupo Carso. Los demás, por su parte, resultan ser aliados peculiares por sus nexos, muy próximos, a las figuras de los expresidentes Carlos Salinas de Gortari y Vicente Fox Quezada; circulo en el que se introducirían a las más recientes adquisiciones de Morena: Manuel Bartlett, funcionario central en los hechos de la caída del sistema, en los comicios de 1988; y Lino Korrodi, principal operador financiero de la campaña panista en 2000, a través de Amigos de Fox.
Del lado de la izquierda ideológica, las dos personalidades que más hacen ruido son las de Porfirio Muñoz Ledo e Ifigenia Martínez; ambos, cofundadores del Partido de la Revolución Democrática (junto con Cuauhtémoc Cárdenas, quien niega a sumarse a la propuesta de Morena). Y es que si bien el PRD ya destaca más en el imaginario colectivo nacional por su asimilación a la agenda programática del priismo y del panismo que por las nulas banderas ideológicas con las que navega —luego de su adhesión al Pacto por México—, la captación de talentos partidistas en la que se ha traducido el proselitismo Morenista de Martínez y Muñoz Ledo representa una ventaja que se traduce, principalmente, en la captación de recursos y movilización de las bases de apoyo locales.
Suponiendo que todos sepan para quién trabajan, y que cada uno trabaje para quien dice hacerlo, el dato revelador de las recientes alianzas firmadas por López Obrador es que dan señas de que las cosas no están bien en algunos de los principales círculos del priismo de la vieja guardia —por parte del perredismo, es claro que las cosas no transitan desde la resaca de 2006. Es significativo, en este sentido, que las agendas de Enrique Ochoa, líder nacional del PRI, y de Aurelio Nuño, titular de la SEP y suspirante presidencial, van en sentidos divergentes. Pero también, que una fracción del Partido Verde (PVEM) en el Sur de la República ya esté buscando su emancipación (sólo en términos electorales) para los siguientes comicios, o que el Grupo Sonora —origen ideológico del priismo, del caudillaje, el corporativismo y el clientelismo contemporáneos del sistema político mexicano— se encuentre desalineado de las directrices del partido.
Porque más allá de la previsible candidatura de Antonio Meade para el 2018, lo que parece estar en el fondo del asunto no es, precisamente, la designación del candidato Oficial, sino que el tradicional sistema de cuotas y redistribución de las ganancias al interior del régimen no está siendo tan democrático como se habría esperado que fuese al asumir la presidencia de la República el Grupo Atlacomulco. Así que, de continuar con la tendencia hasta ahora observada en las firmas que se van sumando al Acuerdo Político de Unidad, lo que quedará cada vez más claro es en dónde se encuentran y qué tan profundas son las fracturas internas del priismo —que López Obrador podrá explotar para conseguir mayores dividendos electorales el próximo año.
Ahora bien, respecto del segundo punto de interés para el presente análisis, lo que no deja de inquietar es que Morena esté buscando aliarse, primero, con miembros del empresariado al que el mismo líder de Morena no ha dudado en nombrar Mafia del poder; y luego, con políticos de todas las identidades partidistas a las que por doce años declaró estar enfrentando. Porque, más allá de que Morena disponga solicitar una carta de arrepentimiento o de desafiliación de los partidos que se oponen a Morena, o de que López Obrador tenga razón al afirmar que todos los humanos erran y siempre son susceptibles de corregir su destino; esas amistades le pueden cobrar una factura muy cara a Morena en las urnas.
Es claro que, como en algún espacio comentó Paco Ignacio Taibo II, uno de los principales ideólogos del Morenismo, la alianza del partido con los ciudadanos, con sus fuerzas de base, ya está fincada, luego de construirse y consolidarse durante doce largos años en los que se atravesaron dos agresivas campañas presidenciales. Y es claro, asimismo, que las coaliciones con empresariado y figuras políticas de otra extracción partidista tienen en la mira reducir al mínimo la resistencia institucional, de los tres órdenes de gobierno y los tres poderes públicos, al proyecto obradorista; además de enfocarse en la captación de recursos.
El problema es, no obstante, que esa alianza de la que Taibo II presume no está fincada en pilares lo suficientemente sólidos como para no quebrarse. Si los resultados que mostraron los sondeos realizados en las elecciones de junio pasado (en los que se determinó que el núcleo duro del voto Morenista proviene, en general, de los sectores medios con niveles considerables de escolaridad y cultura política), son representativos de algo, la consecuencia lógica de las recientes adhesiones al Acuerdo de Unidad de Obrador es que se rechacen: en la tónica de equiparar al partido con sus similares por el puro hecho de utilizar las mismas estrategias electoreras.
Después de todo, uno de los principales atractivos del discurso de Morena, en general; y de Obrador, en particular, a lo largo de poco más de doce años, era que en su agenda programática planteaba, de manera explícita, una diferencia sustancial respecto de la tendencia al amasiato a la que son propensos el resto de los partidos políticos nacionales. De aquí que, aunque se entiende que sumar adeptos abona a la consecución de la victoria política, el costo es atizar la percepción de que esa victoria debe ser alcanzada con independencia de los medios. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, el orgullo y la euforia que le representaba a los integrantes del partido el que éste estuviera constituido por figuras emblemáticas de la academia, la sociedad civil, las comunidades obreras, la cultura, etcétera?
Las preguntas centrales aquí, por tanto, redundan en determinar cuáles son los criterios éticos a los que se está apelando al interior de Morena para determinar en qué momento concede la absolución a quienes fueron sus opositores con anterioridad, por un lado; y por el otro, en saber si esos límites se extenderán (en el supuesto de que se llegue a la presidencia) de manera tal que el costo de la alianza deba ser pagado justo en los mismos términos en los que el PRI, el PAN y el PRD suelen pagarlos. Y es que no debe pasarse por alto que la adhesión de estos personajes al Morenismo no es un cheque en blanco, tiene un precio predeterminado. Además, la cosa no funciona admitiendo la alianza en este momento para romperla después de obtener el triunfo. Las consecuencias que enfrentaría Morena para gobernar, si traiciona las alianzas que construye ahora, serían tan nefastas como las que enfrentan los gobiernos de oposición en algunas entidades: incremento de la delincuencia común, de la violencia, del desempleo, etcétera. ¿Qué precio estuvo dispuesto a pagar Obrador para consentir la acción?
En última instancia, no debe perderse de vista que si los intereses que aglutina Obrador en torno de su propuesta política son lo suficientemente sólidos y densos, éstos no perderán la oportunidad de condicionar y/o determinar los rumbos que Morena y su proyecto partidista toma en lo sucesivo. Y lo cierto es que López Obrador se acerca, sin mucha precaución, a este escenario.
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Publicado originalmente en: https://columnamx.blogspot.mx/2017/07/morena-el-costo-de-la-silla-presidencial.html