lunes, 29 de febrero de 2016

Internet, fue bonito mientras duró

Paco Bello

Puede que suene catastrofista, pero se queda corto. Lo que se prometía como la democratización de la comunicación y la información está tocando a su fin. Todo es susceptible de ser cooptado y oligopolizado, y la ya precaria pluralidad de la Red no iba a ser menos.

Algunos pronto volveremos a los guetos de los que salimos, y nos rodearemos de nuevo de nuestra microfauna hiperpolitizada y sobreinformada, esa que, por ver el vaso medio lleno, ya no es tan pequeña gracias sin duda a este breve periodo de semi-igualdad comunicativa. Y no es una premonición, de no mediar lo que casi podría considerarse un milagro, se trata de una realidad inexorable.

Decir que internet era y es una amenaza para el poder, es no decir nada nuevo. Y para prever que era una prioridad controlarla no hacía falta ser un visionario. Lo que ya no era tan sencillo era predecir cómo se iba a llegar a controlar a esa ‘digital’ minoría combativa (que aunque no sea demasiado conocida excepto por frikis, la hay). Ahora ya empieza a estar más claro.

Los movimientos empezaron hace muchos años con la vieja pretensión de la creación de lo que se dio en llamar el internet de dos velocidades, aunque la velocidad no tuviera nada que ver en ello. Pero el control de los ISP (los prestadores de servicios) a golpe de legislación chocaba con los intereses comerciales de esos mismos gigantes poco dispuestos a perjudicar a ciegas sus negocios. Pero no hacía falta, porque el capitalismo es una máquina bien engrasada que tras varios siglos de perfeccionamiento funciona de forma casi autónoma, aunque evidentemente haya quien está más que dispuesto a echarle una mano si no lo hace.

Aunque no se trata ahora de dibujar una cronología de la evolución de la red de redes, y mucho menos de ponernos románticos pensando que quizá otros se hubieran defendido mejor de la fagocitación, se puede resumir así: primero aparecieron los navegadores, infinidad de ellos, desde los pioneros Netscape y Explorer hasta los Mozilla, Opera y Safari. Junto a ellos aparecieron los buscadores, desde Altavista o Lycos hasta el españolizado Olé que tan poco éxito cosechó. Hoy, por más que sigan existiendo alternativas, tenemos a Google, y solo a Google, tanto en unos como en otros. Pero los buscadores y los navegadores se quedaron cortos, porque solo servían para encontrar aquello que buscabas y verlo de la mejor forma posible, y así nacieron las redes sociales. La historia es la misma, fueron muchas y hoy quedan dos de las que pudieran servir como herramienta para crear sentido común de época: Facebook y Twitter.

Aunque especialmente Facebook, que es la que gracias a los móviles de última generación ve mi madre con ochenta años, y ve su vecino al que una imagen puede llamar la atención y acabar leyendo, por ejemplo, esta noticia. Y esa, que hasta ahora tenía otras inquietudes, y a la que nunca habíamos podido llegar desde abajo, es la parte de la sociedad que hace guardias en el cuartel, que barre las calles o prepara informes comerciales, que ve telenovelas, fútbol y toros, y que decide gobiernos.

El sistema neoliberal, por su propia naturaleza tiende al monopolio en todos los ámbitos, y en la red ya se ha alcanzado. Ahora Google, ya sin competencia, te muestra lo que él quiera de no ser que seas muy específico en el criterio de búsqueda, y pese a todo no es lo que peor funciona. Facebook hasta 2011 mostraba en tu muro aquello que publicaba la gente o las páginas que seguías (que para eso la seguías), desde ese año ha ido modificando su algoritmo (una fórmula en código más o menos compleja) para acabar decidiendo qué es lo que vas a ver. Y Twitter ya ha anunciado que también hará lo mismo.

Como es obvio desde esas empresas dicen que lo hacen para que prime la calidad de los contenidos ofrecidos, a pesar de que fuiste tú el que decidiste qué querías ver. Los damnificados más ingenuos defienden esas decisiones porque comprenden que es lógico que, como van a hacer, se prime al contenido promocionado (de pago por relevancia) porque las empresas están para ganar dinero. Y muy pocos se han preocupado de echar un vistazo a las cuentas de esas empresas, que son ya estratosféricas sin abordar cambios que en realidad no tienen una finalidad económica de corto plazo, sino de pervivencia y control a largo plazo.

Y esto va a más, excepto que se oponga algún inesperado contrapoder social. Aunque tampoco hará demasiada falta que intensifiquen los filtros, porque por ponerlo en contexto, con la modificación que Facebook ha puesto en marcha este mismo mes, los medios que ni podemos ni estamos dispuestos a pagar por llegar a nuestros propios seguidores ya estamos viendo reducido el alcance real a una tercera parte del que teníamos. Y todo por una fórmula tan sencilla como mostrar los contenidos no promocionados (o de medios alternativos) en la parte baja del feed (o timeline) de los muros personales. Y eso hablando del porcentaje de usuarios a los que llegan, que también se ha visto reducido. Así parece que todo siga igual aunque todo ha cambiado.

No hay más cera que la que arde. No voy a perder un minuto mostrando qué botones hay que tocar en Facebook para que sigas viendo las noticias en el orden que antes se mostraban, porque lo que estamos tratando no se soluciona así, y por eso ellos mismos se permiten dejar activas estas opciones. Los que seríais capaces de perder un minuto configurando vuestra red social para que nadie decida por vosotros sois precisamente los que no es necesario que lo hagáis.

Y no creo que esto tenga vuelta atrás, pero si hay alguna posibilidad, parte de que los medios que, de momento, tenemos una difusión mínimamente significativa y alguna capacidad de hacerlo, con la ayuda de ese sector de la sociedad políticamente activo, y como proyecto abierto a cualquiera, pusiéramos en marcha, y en común, sin personalismos, una red social alternativa y libre. O promocionásemos alguna existente que no tenga propietarios (si es que la hay). A nivel técnico no es algo demasiado complejo, y a nivel de aceptación social cosas más difíciles hemos visto. Como siempre, lo raro sería que nos pusiéramos de acuerdo en algo, y por eso no se hará. En cualquier caso, valga este comentario como idea y compromiso. A veces una ilusa amenaza es suficiente para limitar la ambición de una amenaza real.

El futuro no pinta bien. Lo que hoy se empezaba a conseguir se puede perder a la misma velocidad con la que llegó. Ojalá sepamos verlo a tiempo. Ojalá no volvamos a perder la batalla de los medios… otra vez.
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sábado, 27 de febrero de 2016

De cómo una flor rosada ha derrotado a la única superpotencia mundial
La guerra del opio de EEUU en Afganistán

Alfred W. McCoy
TomDispatch.com

Después de pelear la guerra más larga de toda su historia, EEUU está al borde de la derrota en Afganistán. ¿Cómo puede haber ocurrido? ¿Cómo es posible que la única superpotencia mundial haya estado continuamente batallando durante quince años, desplegando 100.000 de sus efectivos más especializados, sacrificando las vidas de 2.200 de esos soldados, gastando más de un billón de dólares en sus operaciones militares, dilapidando 100.000 millones más en la supuesta “construcción y reconstrucción de la nación”, ayudando a crear, financiar, equipar y entrenar a un ejército de 350.000 aliados afganos, y no sea capaz aún de pacificar una de las naciones más empobrecidas de la tierra? Tan deprimente es la perspectiva de estabilidad en Afganistán para 2016 que la Casa Blanca de Obama ha cancelado no hace mucho una planeada retirada de otro contingente de soldados, dejando alrededor de 10.000 efectivos de forma indefinida en el país.
Si fueran a cortar el nudo gordiano de complejidad que es la guerra afgana, encontrarían que en el fracaso estadounidense allí radica la mayor paradoja política del siglo: el gigantesco ejército de Washington ha sido parado en seco en su ruta de acero por una flor rosada, la amapola del opio.
A lo largo de más de tres décadas en Afganistán, las operaciones militares de Washington sólo han tenido éxito cuando se han adaptado de forma razonable y cómoda al tráfico ilícito del opio en Asia Central, y han fracasado cuando no lo han complementado. La primera intervención estadounidense en el país se inició en 1979. Tuvo parcialmente éxito porque la guerra indirecta que la CIA lanzó para expulsar a los soviéticos de allí coincidió con la forma en que sus aliados afganos utilizaban el abultado tráfico de drogas del país para sostener su larga lucha de una década de duración.
Por otra parte, en los casi quince años de continuos combates desde la invasión de EEUU en 2001, los esfuerzos de pacificación han fracasado en gran medida a la hora de frenar la insurgencia talibán porque EEUU no ha podido controlar el enorme excedente del comercio de heroína del país. Como la producción de opio se incrementó desde un mínimo de 180 toneladas a unas monumentales 8.200 en los primeros cinco años de ocupación estadodunidense, el suelo de Afganistán parecía haberse sembrado con los dientes de dragón del antiguo mito griego. Cada cosecha de amapola producía un nuevo plantel de combatientes adolescentes para el creciente ejército de guerrillas de los talibán.
En cada una de las etapas de la trágica y tumultuosa historia de Afganistán de los últimos 40 años –la guerra encubierta de la década de 1980, la guerra civil de la década de 1990 y la ocupación de EEUU desde 2001-, el opio jugó un papel sorprendentemente importante en la conformación de los azares del país. En uno de los giros del destino más amargos de la historia, la forma en que la ecología singular de Afganistán convergió con la tecnología militar estadounidense transformó esta nación remota y sin salida al mar en el primer narcoestado del mundo, un país donde las drogas ilícitas dominan la economía, definen las opciones políticas y determinan la fortuna de las intervenciones extranjeras.
Guerra encubierta (1979-1992)
La guerra secreta de la CIA contra la ocupación soviética de Afganistán durante la década de 1980 ayudó a transformar las anárquicas zonas fronterizas afgano-pakistaníes en el semillero de una expansión sostenida del tráfico mundial de la heroína. “En las áreas tribales”, el Departamento de Estado informaría en 1986, “no hay fuerzas policiales. No hay tribunales. No hay impuestos. Ningún arma es ilegal… El hachís y el opio están con frecuencia a la vista”. En aquel entonces, ese proceso llevaba mucho tiempo en marcha. En vez de formar su propia coalición de líderes de la resistencia, la Agencia confió en el crucial Interservicio de Inteligencia pakistaní (ISI, por sus siglas en inglés) y en sus clientes afganos, que pronto se convirtirían en los gestores del pujante tráfico tranfronterizo del opio.
Como cabía esperar, la Agencia miró hacia otro lado mientras la producción de opio de Afganistán crecía de forma incontrolada desde unas 100 toneladas anuales en la década de 1970, a 2.000 toneladas en 1991. En 1979 y 1980, justo cuando los esfuerzos de la CIA empezaban a redoblarse, se abrió una red de laboratorios de heroína a lo largo de la frontera afgano-pakistaní. Esa región se convirtió pronto en la mayor productora de heroína del mundo. En 1984, suministraba un sorprendente 60% del mercado estadounidense y el 80% del europeo. Dentro de Pakistán, el número de adictos a la heroína fue desde prácticamente cero (sí, cero) en 1979, a 5.000 en 1980 y a 1.300.000 en 1985, una tasa de adicción tan alta que fue tildada por la ONU de “especialmente impactante”.
Según el informe del Departamento de Estado de 1986, el opio “es la cosecha ideal en un país asolado por la guerra, ya que requiere de muy escasa inversión de capital, crece rápidamente y es de fácil transporte y comercialización”. Además, el clima de Afganistán es muy adecuado para esta cosecha templada, con un rendimiento promedio dos o tres veces superior al de la región del Triángulo de Oro del Sureste Asiático, la anterior capital del comercio del opio. A medida que la incesante guerra entre la CIA y los subrogados de los soviéticos generaban al menos tres millones de refugiados e interrumpían la producción alimentaria, los campesinos afganos se volvían “desesperadamente” hacia el opio, ya que producía fácilmente “altos beneficios” con los que poder cubrir los precios cada vez más altos de los alimentos. Al mismo tiempo, según el Departamento de Estado, los elementos de la resistencia se implicaron en la producción y tráfico del opio “para proporcionar alimentos básicos a la población que estaba bajo su control y financiar las compras de armamento”.
Cuando la resistencia de los muyahaidines se fortaleció y empezó a crear zonas liberadas en el interior de Afganistán en los primeros años de la década de 1980, acudieron a financiar sus operaciones recaudando impuestos de los campesinos que producían la lucrativa adormidera, especialmente en el fértil valle de Helmand, en otro tiempo considerado el granero del sur de Afganistán. Las caravanas que transportaban armas de la CIA para la resistencia en esa región volvían a menudo cargadas de opio, informaba el New York Times, “con el consentimiento de los responsables estadounidenses o pakistaníes de la inteligencia que apoyaban a tal resistencia”.
Una vez que los combatientes muyahaidines sacaban el opio a través de la frontera, lo vendían a los refinadores pakistaníes de heroína que operaban en la Provincia Fronteriza del Noroeste del país, una zona de guerra encubierta controlada por el estrecho aliado de la CIA, el general Fazle Haq. En 1988, había entre 100 y 200 refinerías de heroína sólo en el distrito de Khyber de esa provincia. Más hacia el sur, en el distrito Kohi-Soltan de la provincia de Baluchistán,Gulbuddin Hekmatyar, el favorecido activo afgano de la CIA, controlaba seis refinerías que convertían en heroína una gran parte del opio del valle de Helmand. Camiones de la Célula de Logística Nacional del ejército pakistaní llegaban cargados de armamento de la CIA hasta esas zonas fronterizas desde el puerto de Karachi, y volvían abarrotados de heroína hacia puertos y aeropuertos, desde donde era exportada a los mercados mundiales.
En mayo de 1990, cuando estaba poniéndose fin a esta operación encubierta, el Washington Post informaba de que el principal activo de la CIA, Hetmakyar, era también el principal traficante de heroína de los rebeldes. Las autoridades estadounidenses, afirmaba el Post, llevaban tiempo negándose a investigar las acusaciones de tráfico de heroína contra Hekmatyar, así como contra el ISI de Pakistán, en gran medida “porque la política de narcóticos estadounidense en Afganistán estaba subordinada a la guerra contra la influencia soviética en ese país”.
En efecto, Charles Cogan, exdirector de la operación afgana de la CIA, habló después francamente acerca de las opciones de su Agencia. “Nuestra misión principal era hacer tanto daño a los soviéticos como fuera posible”, dijo en 1995 en la televisión australiana. “En realidad, no teníamos ni los recursos ni el tiempo necesarios para dedicarnos a investigar el comercio de la droga. No creo que tengamos que pedir perdón por eso… Se fracasó en el tema de las drogas, sí, es verdad. Pero se consiguió el objetivo principal. Los soviéticos se marcharon de Afganistán”.

La guerra civil afgana y el ascenso de los talibán (1989-2001)
A largo plazo, esa intervención “clandestina” (de la que tan abiertamente se escribió o alardeó) produjo un agujero negro de inestabilidad geopolítica nunca cerrado ni cicatrizado.
Situado en las remotas zonas norteñas del monzón estacional, donde las nubes de la lluvia llegan ya muy exprimidas, el Afganistán árido no se recuperó nunca de la devastación sin precedentes sufrida en los años de la primera intervención estadounidense. Aparte de zonas irrigadas como el valle de Helmand, las tierras altas semiáridas del país eran ya un frágil ecosistema llevado al límite para mantener a poblaciones grandes cuando estalló la guerra en 1979. Cuando esa guerra se fue apagando entre 1989 y 1992, la alianza dirigida por Washington abandonó el país sin patrocinar un acuerdo de paz ni financiar reconstrucción alguna.
Washington se limitó a mirar hacia otro lado cuando en el país estalló una despiadada guerra civil que produjo 1,5 millones de muertos, tres millones de refugiados, una economía arrasada y un grupo de señores de la guerra bien armados dispuestos a luchar por el poder. Durante los años de la terrible contienda civil que siguió, los campesinos afganos cultivaron la única cosecha que aseguraba beneficios instantáneos, la adormidera. La cosecha del opio, que se había multiplicado veinte veces hasta las 2.000 toneladas durante la era de la guerra encubierta de la década de 1980, se duplicaría durante la guerra civil de la década de 1990.
En este agitado período, el auge del opio debería considerarse una consecuencia de los graves daños que dos décadas de guerra habían causado. Con el retorno de esos tres millones de refugiados a una tierra asolada por la guerra, los campos de opio fueron un regalo del cielo respecto al empleo, ya que requerían de nueve veces más trabajadores que cultiva el trigo, alimento básico del país. Además, sólo los narcotraficantes eran capaces de acumular rápidamente el capital suficiente para poder proporcionar los tan necesitados adelantos de dinero a los campesinos pobres del trigo, adelantos que equivalían a más de la mitad de sus ingresos anuales. Ese crédito resultaba vital para la supervivencia de muchos aldeanos pobres.
En la primera fase de la guerra civil, de 1992 a 1994, los implacables señores de la guerra locales combinaban las armas con el opio en una lucha por el poder a nivel nacional. Determinados a instalar a sus aliados pastunes en Kabul, la capital afgana, Pakistán se sirvió del ISI para entregar armas y fondos a sus principal cliente, Hekmatyar. En aquel momento era el primer ministro nominal de una díscola coalición cuyas tropas se pasarían dos años ametrallando y bombardeando Kabul en unos combates que dejaron la ciudad en ruinas y alrededor de 50.000 afganos muertos más. Sin embargo, cuando no logró tomar la capital, Pakistán pasó a apoyar a una nueva fuerza pastún, los talibán, un movimiento fundamentalista que había surgido de las escuelas militantes islámicas.
Después de apoderarse de Kabul en 1996 y controlar gran parte del país, el régimen talibán fomentó el cultivo local del opio, ofreciendo protección gubernamental al comercio de exportación y recaudando los muy necesitados impuestos tanto del opio producido como de la heroína fabricada a partir de él. Las investigaciones sobre el opio llevadas a cabo por la ONU mostraron que los talibán, durante sus primeros tres años en el poder, habían aumentado la cosecha del opio del país hasta las 4.600 toneladas, es decir, el 75% de la producción mundial en ese momento.
Sin embargo, en julio de 2000, cuando una devastadora sequía entró en su segundo año y una hambruna masiva se propagó por Afganistán, el gobierno talibán ordenó de repente que se prohibieran todos los cultivos de opio como aparente recurso para conseguir el reconocimiento y ayuda internacionales. Una posterior investigación de la ONU sobre las cosechas en 10.030 pueblos, encontró que esta prohibición había reducido la cosecha en un 94%, hasta producir sólo 185 toneladas.
Tres meses después, los talibán enviaron una delegación presidida por su viceministro de asuntos exteriores, Abdur Rahman Zahid, a la sede de la ONU en Nueva York para intercambiar la continuación de la prohibición de las drogas por el reconocimiento diplomático. Sin embargo, esa Organización impuso nuevas sanciones al régimen por proteger a Osama bin Laden. EEUU, por otra parte, recompensó en realidad a los talibán con 43 millones de dólares en ayuda humanitaria, aunque secundó las críticas de la ONU sobre bin Laden. Al anunciar esta ayuda en mayo de 2001, el secretario de estado Colin Powell, alabó “la prohibición sobre la adormidera, una decisión de los talibán a la que damos la bienvenida” e instó al régimen a “actuar en una serie de cuestiones fundamentales que nos separan: el apoyo al terrorismo y la violación de los estándares de los derechos humanos internacionalmente reconocidos, especialmente el trato dado a las mujeres y niñas”.
La guerra contra el terror (2001-2016)
Tras una década ignorando a Afganistán, Washington volvió a descubrir ese lugar en la venganza emprendida tras los ataques del 11-S. Pocas semanas después, en octubre de 2001, EEUU empezó a bombardear el país y a continuación lanzó una “invasión” encabezada por los señores de la guerra locales. El régimen de los talibán se vino abajo, en palabras del veterano periodista del New York Times, R.W. Apple, a una velocidad “tan repentina y tan inesperada que los funcionarios del gobierno y los expertos en estrategia… encuentran difícil explicar”. Aunque los ataques aéreos estadounidenses causaron considerables daños psicológicos y físicos, muchas otras sociedades han resistido bombardeos mucho más masivos sin hundirse de esa manera. En retrospectiva, parece probable que la prohibición del opio hubiera aniquilado económicamente a los talibanes, dejando su teocracia convertida en una cáscara hueca que saltó hecha añicos con las primeras bombas estadounidenses.
Hasta un alcance por lo general no valorado, Afganistán, durante las dos décadas anteriores, había dedicado una parte cada vez mayor de sus recursos –capital, tierra, agua y trabajo- a la producción de opio y heroína. En el momento en que los talibán prohibieron su cultivo, el país se había convertido, a nivel agrícola, en poco más que un monocultivo del opio. El narcotráfico representaba la mayor parte de sus ingresos fiscales, casi todos los ingresos de sus exportaciones y empleaba a una gran parte de su mano de obra. En este contexto, la erradicación del opio demostró ser un acto de suicidio económico que llevó a una sociedad ya debilitada al borde del colapso. En efecto, una encuesta de la ONU realizada en 2011 halló que la prohibición había “provocado una grave pérdida de ingresos para alrededor de 3,3 millones de personas”, el 15% de la población, que incluía a 80.000 campesinos, 480.000 trabajadores itinerantes y los millones de personas que dependían de ellos.
Aunque la campaña de bombardeos estadounidenses se estuvo ensañando con el país a lo largo de octubre de 2001, la CIA gastó 70 millones de dólares “en desembolsos directos en efectivo sobre el terreno” para movilizar a su vieja coalición de señores de la guerra tribales y acabar con los talibanes, un gasto que el presidente George W. Bush llamaría más tarde una de las mayores “gangas” de la historia. Para capturar Kabul y otras ciudades claves, la CIA puso su dinero tras los dirigentes de la Alianza del Norte, a los que los talibán no habían nunca derrotado del todo. Ellos, a su vez, dominaban desde hacía mucho tiempo el narcotráfico en la zona del noroeste de Afganistán, que estaba bajo su control durante los años de los talibán. Mientras tanto, la CIA se volvió también hacia un grupo de señores de la guerra pastunes que se habían mantenido activos como traficantes de droga en la parte sureste del país. Como consecuencia de todo ello, cuando los talibán fueron a menos, ya se habían establecido las bases para la reanudación del cultivo del opio y el narcotráfico a gran escala.
Una vez tomadas Kabul y las capitales provinciales, la CIA cedió rápidamente el control de las operaciones a las fuerzas aliadas uniformadas y a las autoridades civiles cuyos ineptos programas de supresión de la droga en años venideros dejarían en un primer momento los crecientes beneficios del tráfico de heroína en manos de esos señores de la guerra y, en años posteriores, en manos de las guerrillas talibán. En los primeros años de la ocupación estadounidense, antes de que el movimiento consiguiera reconstituirse, la cosecha de opio se incrementó hasta las 3.400 toneladas. Las drogas ilícitas, en un desarrollo sin precedentes históricos, serían responsables de un extraordinario 62% del producto interior bruto (PIB) del país en 2003. Durante los primeros años de la ocupación estadounidense, el secretario de defensa Donald Rumsfeld “desestimó las crecientes señales de que el dinero de la droga se estaba canalizando hacia los talibán”, mientras que la CIA y el ejército de EEUU “hacían la vista gorda ante las actividades relacionadas con la droga de destacados señores de la guerra”.
A finales de 2004, la Casa Blanca, después de casi dos años sin mostrar prácticamente interés alguno por la cuestión, de externalizar el control del opio en sus aliados británicos y el entrenamiento de la policía en los alemanes, se tuvo que enfrentar de repente con la inquietante información de inteligencia de la CIA sugiriendo que la escalada del narcotráfico estaba alimentando el resurgimiento de los talibán. Con el apoyo del presidente Bush, el secretario de estado Powell instó entonces a poner en marcha una agresiva estrategia contra el narcotráfico que incluía una defoliación aérea, al estilo Vietnam, de las zonas rurales de Afganistán. Pero el embajador de EEUU, Zalmay Khalilzad, se resistió a este enfoque secundado por su aliado local Ashraf Ghani, entonces ministro de finanzas del país (y ahora su presidente), quien advirtió que tal programa de erradicación provocaría un “empobrecimiento generalizado” en el país al no contar con los 20.000 millones de dólares de ayuda exterior para que pudieran crear “una verdadera alternativa de subsistencia”.
Como solución de compromiso, Washington pasó a depender de contratistas privados como DynCorp para entrenar a los equipos afganos en la erradicación manual. Sin embargo, en 2005, según la corresponsal del New York Times Carlotta Gall, ese enfoque se había convertido ya en “algo parecido a una broma”. Dos años después, cuando se extendían tanto la insurgencia talibán como el cultivo del opio en lo que parecía ser una moda sinérgica, la embajada de EEUU volvió a presionar a Kabul para que aceptara el tipo de defoliación aérea que EEUU había patrocinado en Colombia. El presidente Hamid Karzai se negó, dejando este crucial problema sin resolver.
El informe de la ONU de 2007 sobre la Situación del Opio en Afganistán halló que la cosecha anual se había incrementado en un 24% hasta un record de 8.200 toneladas, lo que se traducía en el 53% del PIB del país y el 93% del suministro ilícito de la heroína mundial. Hay que destacar que la ONU afirmó que las guerrillas talibán habían “empezado a extraer recursos económicos de las drogas para armas, logística y pagos a las milicias”. Un informe del Instituto por la Paz de EEUU concluyó que, en 2008, el movimiento tenía 50 laboratorios de heroína en su territorio y controlaba el 98% de los campos de adormidera del país. Ese año, recaudaron al parecer 425 millones de dólares en “impuestos” de gravar el tráfico del opio, y con cada cosecha obtenían los fondos necesarios para reclutar un nuevo plantel de jóvenes combatientes de los pueblos. Cada uno de esos potenciales guerrilleros podía contar con pagos mensuales de 300 dólares, cantidad muy por encima de los salarios que habrían conseguido como trabajadores del campo.
A mediados de 2008, para contener la expansión de la insurgencia, Washington decidió enviar al país 40.000 soldados de combate estadounidenses más, aumentando las fuerzas aliadas a 70.000. Reconociendo el papel crucial de los ingresos procedentes del opio en las prácticas de reclutamiento talibán, el Tesoro estadounidense creó también la Afghan Threat Finance Cell y empotró a 50 de sus analistas en las unidades de combate con el encargo de poner en marcha acciones estratégicas contra el narcotráfico.
Según un veterano analista, al utilizar métodos cuantitativos de “análisis de redes sociales” y “modelaje de redes de influencia”, esos expertos civiles instantáneos “señalarían a los intermediarios hawala [acreedores rurales] como nodos fundamentales dentro de la red de un grupo insurgente”, lo que provocó que los soldados de combate estadounidenses tomaran “cursos de acción cinética”, es decir, de forma literal, echar abajo la puerta de la oficina hawala y liquidar sus operaciones”. Unos actos “tan controvertidos” pudieron “degradar temporalmente la red de financiación de un grupo insurgente”, pero esos progresos se producían “a costa de alterar a un pueblo entero” que dependía del prestamista para conseguir créditos legítimos y que constituían “la inmensa mayoría del negocio del hawalador”. De esta forma, una vez más, el apoyo a los talibán creció.
En 2009, las guerrillas se estaban extendiendo tan velozmente que la nueva administración Obama optó por un “incremento” de los efectivos estadounidenses hasta llegar a los 102.000, en un intento de contener a los talibán. Tras meses ampliando los despliegues de tropas, se lanzó oficialmente la nueva estrategia bélica del presidente Obama el 13 de febrero de 2010 en Marja, una remota ciudad-mercado en la provincia de Helmand. A medida que las oleadas de helicópteros descendían en sus alrededores escupiendo nubes de polvo, cientos de marines corrían a través de los campos de brotes de adormidera hacia el recinto con muros de adobe de la ciudad. Aunque su objetivo eran las guerrillas talibán locales, los marines estaban de hecho ocupando la capital del comercio global de la heroína. El suministro del 40% del ilícito opio mundial crecía en los distritos de los alrededores y gran parte de esa cosecha se comerciaba en Marja.
Una semana después, el comandante general estadounidense voló en helicóptero a la ciudad con Karim Khalili, vicepresidente afgano, para dar a conocer ante los medios la imagen de una nueva estrategia de contrainsurgencia que, dijo a los perodistas, era sólida como una roca para pacificar pueblos como Marja. Sólo que nunca ocurriría así porque el narcotráfico echó a perder la fiesta. “Cuando vengan con los tractores”, anunció una viuda afgana ante un coro de gritos de apoyo de sus compañeros campesinos, “tendrán que pasar por encima de mí y matarme antes de acabar con mis adormideras”. Hablando a través de un teléfono por satélite desde los campos de opio de la región, un funcionario de la embajada estadounidense me dijo: “No podemos ganar esta guerra sin hacer frente a la producción de drogas en la provincia de Helmand”.
Viendo el desarrollo de estos acontecimientos hace casi seis años, escribí un ensayo para TomDispatch advirtiendo de una derrota anunciada. “Por tanto, la opción está bastante clara”, expuse en aquel momento, “podemos continuar abonando este suelo letal con aún más sangre en una guerra brutal de resultados inciertos… o podemos ayudar a renovar esta antigua y árida tierra volviendo a plantar los huertos, reponiendo los rebaños y reconstruyendo las granjas destruidas en décadas de guerra… hasta que las cultivos alimentarios se conviertan en una alternativa viable al opio. Expresándolo de forma sencilla, tan sencilla que hasta Washington pueda entenderlo, sólo podemos pacificar un narcoestado si ya no es un narcoestado”.
Al atacar a las guerrillas pasando por alto las cosechas de opio que financiaban cada primavera a nuevos insurgentes, el incremento de Obama sufrió pronto esa derrota anunciada. Según el New York Times, cuando finalizaba 2012, los guerrilleros talibán habían “debilitado ya la mayor ofensiva que la coalición liderada por EEUU iba a emprender contra ellos”. En medio de la rápida reducción de fuerzas aliadas para cumplir el plazo fijado por el presidente Obama de diciembre de 2014 para “poner fin” a las operaciones de combate estadounidenses, las operaciones aéreas reducidas permitieron a los talibán lanzar ataques en masa en el norte, noreste y sur, matando efectivos del ejercito y la policía afganos en cifras de récord.
En aquel tiempo, John Sopko, el inspector especial de EEUU para Afganistán, ofreció una reveladora explicación de la supervivencia de los talibán. A pesar de gastar la asombrosa cifra de 7.600 millones de dólares durante la década anterior en los programas para la “erradicación de la droga”, concluyó: “Hemos fracasado en todas las métricas concebibles. La producción y el cultivo han aumentado, la interdicción y erradicación han descendido, el apoyo financiero a la insurgencia ha subido y las adicciones y el abuso alcanzan niveles sin precedentes en Afganistán”.
En efecto, la cosecha de opio de 2013 ocupó una extensión record de 209.000 hectáreas, aumentando la cosecha en un 50% hasta alcanzar las 5.500 toneladas. Esa enorme cosecha generó alrededor de 3.000 millones de dólares de ingresos ilícitos, de los cuales la parte recaudada por los talibanes rondaba los 320 millones, más de la mitad de sus ingresos. La embajada estadounidense corroboró esta sombría evaluación, tildando los ilícitos ingresos de “golpe de suerte para la insurgencia, que se beneficia del narcotráfico a casi todos los niveles”.
Cuando se recogió la cosecha de opio de 2014, cifras recientes de la ONU sugerían que la tendencia sombría no hizo sino continuar, con las zonas en cultivo aumentando hasta un récord de 224.000 hectáreas y una producción de 6.400 toneladas que alcanzaba casi máximos históricos”. En mayo de 2015, al observar cómo todo este flujo de drogas entraba en el mercado mundial mientras el gasto estadounidense en contra del narcotráfico se elevaba hasta los 8.400 millones de dólares, Sopko intentó traducir lo que estaba sucediendo en una única imagen muy estadounidense: “Afganistán”, dijo, “tiene aproximadamente 500.000 acres [2.023.428 metros cuadrados] dedicados al cultivo de la adormidera. Esto equivale a más de 400.000 campos de futbol de EEUU, incluidas las zonas de anotación”.
En la temporada de lucha de 2015, los talibán tomaron con decisión la iniciativa de combate y el opio parecía estar cada vez más arraigado en sus operaciones. ElNew York Times informaba que el nuevo líder del movimiento, el Mulá Akhtar Mansour, figuraba “entre los primeros dirigentes talibanes en vincularse con el narcotráfico… y más tarde se convirtió en el principal recaudador del narcotráfico de los talibán, consiguiendo enormes beneficios”. Tras meses de incesantes presiones sobre las fuerzas del gobierno en tres provincias norteñas, la primera operación importante del grupo bajo su mando fue la toma, durante dos semanas, de la estratégica ciudad de Kunduz, situada en “las rutas más lucrativas de la droga del país… que mueven el opio de las prolíficas provincias de adormidera en el sur hasta Tayikistán… y desde ahí hacia Rusia y Europa”. Washington se sintió forzado a dejar de golpe los planes de nuevas retiradas de sus tropas de combate.
La ONU, en medio de la apresurada evacuación de sus oficinas regionales en las amenazadas provincias del norte, publicó en octubre un mapa que mostraba que los talibán tenían un control “alto” o “extremo” en más de la mitad de los distritos rurales del país, incluyendo otros muchos donde antes no tenían una presencia significativa. Un mes después, los talibanes desataban una serie de ofensivas por todo lo ancho del país con el objetivo de tomar y mantener el territorio, amenazando las bases militares situadas en el norte de la provincia de Faryab y cercando distritos enteros en el oeste de Herat.
No resulta sorprendente que los ataques más fuertes procedieran del corazón de la adormidera en la provincia de Helmand, donde la cosecha de opio del país iba ya crecida y, según el New York Times, “el lucrativo comercio del opio la convertía en vital para los diseños económicos de los insurgentes”. A mediados de diciembre, después de superar los puntos de control, recuperar gran parte de la provincia y obligar a las fuerzas de seguridad del gobierno a volver sobre sus talones, las guerrillas estuvieron a punto de capturar ese corazón del comercio de la heroína, Marja, el mismo lugar elegido por el presidente Obama para desplegar ante los medios el incremento de 2010. Si las fuerzas de operaciones especiales y las aéreas de EEUU no hubieran intervenido para tranquilizar a las “desmoralizadas” fuerzas afganas, la ciudad y la provincia habrían caído sin duda. A principios de 2016, catorce años después de que Afganistán fuera “liberado” por una invasión estadounidense, y en un significativo revés de las políticas de repliegue de tropas de la administración Obama, EEUU estaba, según consta, enviando a “cientos” de nuevos soldados estadounidenses hacia la provincia de Helmand en un mini-incremento que apuntalara a las fuerzas del gobierno y negara a los insurgentes el “premio económico” de los campos de adormidera más productivos del mundo.
Tras una desastrosa temporada de combates en 2015 que causó lo que las autoridades estadounidenses calificaron como bajas “insostenibles” en el ejército afgano y lo que la ONU llamó el “verdadero horror” del record de víctimas civiles, el largo y crudo invierno que se ha instalado por todo el país no está ofreciendo un respiro. Como el frío y la nieve han reducido los combates en el país, los talibán han trasladado sus operaciones a las ciudades, con cinco atentados masivos en Kabul y otras importantes zonas urbanas durante la primera semana de enero, seguidos de un ataque-suicida contra un complejo de la policía en la capital que mató a 20 agentes.
Mientras tanto, al terminar de recogerse la cosecha de 2015, tras seis años de crecimiento sostenido, el cultivo de opio del país se redujo en un 18% hasta las 183.000 hectareas y el rendimiento de los cultivos cayó abruptamente a 3.300 toneladas. Aunque los funcionarios de la ONU atribuyeron gran parte del descenso a la sequía y a la propagación de un hongo de la adormidera, son unas condiciones que podrían no mantenerse en 2016, ya que las tendencias a largo plazo siguen siendo una mezcla poco clara de noticias positivas y negativas. Enterrado en la masa de datos publicados en los informes sobre las drogas de la ONU hay una estadística significativa: aunque la economía de Afganistán creció durante los años que contó con ayuda internacional, la porción del opio en el PIB disminuyó de forma constante desde un desalentador 63% en 2003, a un mucho más manejable 13% en 2014. Incluso así, la ONU dice que “en muchas comunidades rurales, la dependencia de los agricultores de la economía de los opiáceos sigue siendo alta”.
En la provincia de Helmand, “los funcionarios del gobierno afgano también están directamente implicados en el tráfico del opio” a nivel local, informaba recientemente el New York Times. De este modo extendían “su competencia con los talibán… a la lucha por el control del narcotráfico”, a la vez que imponían “un impuesto a los agricultores prácticamente idéntico al extraído por los talibán”, dedicando una porción de sus ilícitos beneficios “a seguir la cadena hasta llegar a los funcionarios en Kabul… para asegurar que las autoridades locales siguieran contando con el apoyo de los mandamases y que estos protegieran el cultivo del opio”.
De forma simultánea, una investigación reciente del Consejo de Seguridad de la ONU halló que los talibán se habían aprovechado sistemáticamente de “la cadena de suministro en cada fase del narcotráfico”, recaudando una tasa del 10% sobre el cultivo del opio en Helmand, luchando por el control de los laboratorios de heroína y actuando como “los principales garantes del tráfico de opio y heroína puros enviados fuera de Afganistán”. Los talibán no sólo se dedican a gravar el tráfico, están ya tan profunda y directamente implicados que, añade el Times, “es ahora difícil distinguir al grupo de un cartel dedicado a la droga”. Cualesquiera que puedan ser las tendencias a largo plazo, en un futuro previsible, el opio seguirá profundamente enredado con la economía rural, la insurgencia talibán y la corrupción del gobierno, y la suma de todo ello constituye el dilema afgano.
Con los amplios ingresos procedentes de las excelentes cosechas del pasado, los talibán estarán sin duda preparados para la nueva temporada de combates que llegará con el inicio de la primavera. A medida que la nieve se derrita en las laderas de las montañas y los brotes de la adormidera surjan de la tierra, aparecerá, como en los últimos cuarenta años, una nueva cosecha de reclutas adolescentes dispuestos a combatir por las fuerzas rebeldes.

Cortando el nudo gordiano de Afganistán
Para la mayor parte de las personas del planeta, la actividad económica, la producción e intercambio de bienes, es el principal punto de contacto con el gobierno, que se pone de manifiesto en las monedas y billetes sellados por el Estado que todo el mundo lleva en sus bolsillos. Pero cuando el producto básico más importante de un país es ilegal, entonces las lealtades políticas se desplazan naturalmente a las redes clandestinas que trasladan de forma segura ese producto desde los campos de producción hasta los mercados extranjeros, proporcionando financiación, préstamos y empleo a cada paso del camino. “El narcotráfico emponzoña el sector financiero afgano y promueve una creciente economía ilícita”, explica John Sopko. “Esta, a su vez, socava la legitimidad del Estado afgano al atizar la corrupción, alimentar las redes criminales y proporcionar importante apoyo financiero a los talibán y otros grupos insurgentes”.
Después de quince años de guerra continua en Afganistán, Washington se enfrenta con la misma opción de hace cinco años cuando los generales de Obama trasladaron a los marines en helicóptero hasta Marja para que iniciaran su escalada. Después de década y media, EEUU puede permanecer atrapado en el mismo ciclo sin fin, combatiendo a las nuevas cosechas de guerreros armados hasta los dientes que parecen brotar anualmente de los campos de adormidera de ese país. A estas alturas, la historia nos dice algo: en esta tierra, quien siembra vientos recoge tempestades, y este año, el próximo y el siguiente habrá nuevas generaciones de guerrilleros.
Sin embargo, a pesar de todo lo conflictivo que pueda resular Afganistán, hay alternativas cuya suma podría potencialmente cortar este nudo gordiano de problemas políticos. Como paso primero y principal, quizá fuera hora ya de dejar de hablar de los próximos conjuntos de botas sobre el terreno y que el presidente Obama complete su planeada retirada de tropas.
Y, a continuación, invertir en el Afganistán rural aunque sólo sea una pequeña porción de toda esa financiación militar malgastada, porque así los millones de campesinos que dependen de las cosechas del opio para conseguir un trabajo podrían vislumbrar otras alternativas económicas. Ese dinero podría ayudar a reconstruir los huertos arrasados de esta tierra, los rebaños diezmados, las reservas de semillas desperdiciadas y los sistemas de riego desaprovechados de la nieve derretida que, antes de estas décadas de guerra, sostenían una agricultura diversificada. Si la comunidad internacional se esfuerza en rebajar la dependencia del opio ilícito del país desde el actual 13% del PIB mediante ese desarrollo rural sostenido, quizá entonces Afganistán deje de ser el principal narcoestado del planeta y que ese ciclo anual consiga a la larga romperse.
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Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Alfred W. McCoy, colaborador habitual de  TomDispatch, es profesor de Historia de la Universidad de Wisconsin-Madison. Es autor de un libro ya convertido en un clásico: The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade, en el que sondeaba la relación entre las drogas ilícitas y las operaciones encubiertas durante cincuenta años. Entre sus libros más recientes figuran “Torture and Impunity: The U.S. Doctrine of Coercive Interrogation”  y Policing America’s Empire: The United States, the Philippines, and the Rise of the Surveillance State”.

jueves, 25 de febrero de 2016

Escribir para no llorar

Cristóbal León Campos

I
“Estoy escribiendo y ésa es mi manera de llorar”, frase que expresó José Revueltas, el 27 de agosto de 1939, ante el ocaso de su madre, fallecida pocas horas después. La máxima forma parte del texto “Mi temporada en el infierno” publicado en el tomo I de Las evocaciones requeridas, impreso bajo el sello editorial Era. En síntesis, es una más, de las expresiones irónicas, radicales y melancólicas que el autor de El apando, heredara a quienes vemos en su literatura, una de las representaciones más sobresalientes del siglo XX en México.

Irónico ante la amistad, su pureza e impureza, ante la forma en que incumplimos los seres humanos. Radical con el egoísmo, la egolatría y la soberbia de quienes se erigen como intelectuales, se burla de la pureza del auto llamado culto: “El hombre tiene esa cosa diabólica que es la inteligencia. Y con ella hace tratados y filosofías y queda Grande, Intocable, en medio de las cosas que existen. Odio ese poder que nos ha dado el demonio. Aborrezco ese poder que nos ensalza y que nos niega”. Melancólica expresión autobiográfica que José Revueltas escribió ante el dolor, la pérdida o como el mismo dijera: la soledad. La irreverencia de Revueltas es conocida, sus expulsiones del Partido Comunista, su apoyo a los estudiantes del 68, su ruptura con el canon literario, su convulsa vida familiar y su espíritu libre, lo ubican como un hombre, que siempre escribió, para no llorar nunca.


II
¿Quién carajos no ha sentido ganas de llorar ante nuestra realidad? ¿Cómo contener las lágrimas si nuestro México sufre? Corrupción, represión, muerte y dolor. Hambre, narcotráfico, desapariciones, despidos y pobreza. Realidad que lastima al ser humano. ¿Cómo no admirar a los periodistas comprometidos que arriesgan todo por decir la verdad? Ellos son quienes escriben para no llorar. Arriesgan la vida, dan con su profesionalismo un ejemplo incomparable.

En México, el asesinato de periodistas va en aumento, la libertad de expresión es amenazada a cada instante, y a pesar de ello, los periodistas comprometidos no se detienen, continúan sin dudar, su labor es informarnos los hechos reales, sin menoscabo por amenazas, se arriesgan al cubrir alguna noticia o realizar una investigación sobre temas incómodos al poder. Dan cobertura a situaciones que nos ocultan los medios convencionales, esos al servicio del dinero y alejados de la verdad. Los periodistas comprometidos no tienen tiempo de llorar, lagriman con cada letra, esa es su forma de expresar el dolor, describen nuestros males y narran la realidad. A ellos debemos la generación de crítica y reflexión, es por ellos, que los cercos mediáticos orquestados por los corruptos gobernantes son derribados, sus acciones de contra información al servicio de la sociedad, dan la posibilidad de avanzar y construir nuevas condiciones para el bienestar común.


III
Desde el 26 de septiembre de 2014, el país llora a los 43 desaparecidos, estudiantes normalistas, que en breve, cumplirán diecisiete meses de haber pasado a formar parte de la larga lista de crímenes de estado. Ayotzinapa es un claro ejemplo de la expresión citada de José Revueltas: “Estoy escribiendo y ésa es mi manera de llorar”. El país decidió no llorar tanto y movilizarse mucho más. Desde los trágicos sucesos muchas plumas se comprometieron con ayudar a conocer la verdad. Una vasta producción de testimonios, artículos de opinión y algunos libros ya editados, dan forma a toda una serie de escritos, que conjugan la ira, el dolor y las lágrimas de quienes consideramos necesario resistir a las falsas verdades del poder, y articular, la resistencia desde la verdad, desde los actores y testigos de una de las injusticias más grandes cometidas en los últimos años en México.

Como Ayotzinapa, José Revueltas tuvo una larga temporada en el infierno, así llamó a una buena parte de su vida. Nosotros llevamos varias décadas caminando más y más adentro del infierno. El incremento en el quebranto social es notable, las libertades se pierden junto a los derechos elementales. Los actos corrosivos sólo tienen fin en la acción colectiva consciente. Por mi parte considero que deberíamos escribir más y llorar menos.
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La Tijereta ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

martes, 16 de febrero de 2016

Google, el buscador que vende tu vida privada

Salvador Esteban*

El gigante tecnológico elabora un perfil publicitario de cada uno de sus usuarios sin que seamos completamente conscientes de ello.
Google tiene acceso a una gran cantidad de datos sobre nosotros, una cifra mucho mayor de lo que puede parecer a simple vista. Son datos que el usuario cede con un solo clic al aceptar su política de privacidad. La empresa de Mountain View afirma en todo momento que esta masiva recopilación de información está orientada a mejorar sus servicios para los usuarios. No obstante, la principal fuente de ingresos de Google es la venta de publicidad. Cuanto mayor sea el grado de definición de sus clientes potenciales, más estará dispuesto a pagar un anunciante. El gigante californiano es consciente de ello y lo convierte en fuente de negocio a costa de gestionar de manera poco ética la privacidad de sus usuarios, para lo cual se apoya en una política ambigua en muchos casos.

“Nadie puede ofrecer ahora lo que ofrece Google. Su capacidad de segmentar distintos tipos de consumidores según mil variables es un potente recurso, y la prueba es que una empresa tan enorme como ésta vive de ello”, afirma Isidro Jiménez, experto en publicidad y una de las principales figuras detrás del proyecto ConsumeHastaMorir.

Correos, llamadas y contactos Según la política de privacidad de la compañía con el buscador más popular del mundo, la misma para sus más de 60 servicios entre los que se encuentran Gmail, Google Drive, o Google Maps, la multinacional tiene acceso a dos tipos de datos. En primer lugar, a los que el usuario proporciona voluntariamente a la hora de crear una cuenta en alguno de sus servicios, como el nombre, número de teléfono, edad o sexo. A su vez, recoge los datos generados por el usuario mediante el uso de sus distintas plataformas y recopila la información sobre la localización del usuario, su historial de búsqueda, cookies, la agenda de contactos de un dispositivo Android, número de la persona que realiza una llamada, hora y duración de las llamadas, o correos enviados a través de Gmail, entre otros muchos ejemplos.

Así, tal y como se estipula en la política de privacidad que el usuario debe aceptar para poder usar sus servicios, Google puede "combinar información personal de un servicio con otro tipo de información, incluida información personal, de otros servicios de Google (por ejemplo, para que resulte más sencillo compartir información con las personas que conoces)”.

No obstante, no se establece de forma clara a qué servicios se refieren, ni de qué otro tipo de información se trata. Según Charlie Axebra del colectivo Hacktivistas, la finalidad de esta ambigüedad es clara: “Para que la gente no sepa qué es lo que está cediendo, a quién, y para qué”.

Tu rastro en internet
De esta forma, Google elabora un perfil muy preciso de cada uno de nosotros, cruzando y cotejando datos del uso que hacemos de sus distintas plataformas con fines publicitarios. "Justamente, lo más potente del enfoque comercial de Google es la posibilidad de cruzar el rastro que vamos dejando en la navegación por internet (por ejemplo, en la búsqueda de información) y algunas herramientas habituales de trabajo y ocio, como el correo electrónico Gmail o la red social Google Plus", tal como señala Jiménez.

El buscador facilita algunas herramientas para gestionar de forma más directa la privacidad del usuario, limitando el acceso que podrían tener a los datos personales del usuario, como el complemento de inhabilitación de Google Analytics o la herramienta de configuración de anuncios.

Sin embargo, "cuando utilizas estas herramientas, le estás enseñando a Google cómo mejorar sus sistemas de publicidad", afirma Axebra. Dichas herramientas forman parte del entramado de servicios que el gigante tecnológico utiliza para elaborar ese perfil publicitario.

Tanto Axebra como Jiménez coinciden en un mismo punto: cuanto más preciso sea el perfil de un usuario, mayor cantidad de dinero pueden pedir al anunciante. "Google ha invertido en los últimos años una gran cantidad de recursos en desarrollar la elaboración dinámica y constante de los perfiles comerciales de sus usuarios. Por eso, Google es la máxima expresión del Big Data, ya no por la cantidad ingente de datos que maneja, sino por la capacidad de darles provecho comercial", apunta Jiménez.

Una gestión poco ética de la privacidad
Llegados a este punto, los límites de la ética empiezan a difuminarse. Según Jiménez, aunque no sepamos la cantidad y la profundidad de la información que tienen de cada uno de sus usuarios, sí es cierto que cada uno de nosotros deja un rastro que puede ser usado con fines comerciales, lo que provoca que sea incluso menos ético justificar todo este conocimiento como una gran ventaja para el usuario.

“Se nos argumenta que cuanta más información de nosotros y nosotras tiene una empresa, mejor es la experiencia de compra y así la compañía pueda ajustarse a nuestros gustos. Pues estupendo, ¿y a costa de qué? ¿de mi derecho a la intimidad? Es bastante ruin intentar convencernos de que todo esto se hace por nosotros y no para vender más”, concluye Jiménez.

Axebra va un poco más allá: “Más que poco ética, la gestión de la privacidad de sus usuarios sobre todo es oscura", indica. "Uno de los grandes problemas que estamos viendo ahora mismo es que en Europa hay una cierta conciencia política mayor sobre la privacidad de datos. En Europa no está permitido vender datos ajenos, pero lo cierto es que Google se ampara en Safe Harbour (Puerto Seguro), un acuerdo de colaboración entre Estados Unidos y Europa para empresas tecnológicas, que permite mover datos entre diferentes empresas”.

El usuario como producto a vender
La política de privacidad recoge que Google puede llevar a cabo el tratamiento de tus datos personales en un servidor que no esté ubicado en tu país de residencia, lo que le permite a Google trabajar en Europa y ceder sus datos a sus filiales en Estados Unidos, y una vez allí poder venderlos y utilizarlos para fines publicitarios, tal y como apunta Axebra. Además, este 'hacktivista' insiste en que desde el primer momento que al usuario se le está dando un servicio gratuito, los ingresos han de venir por otro lado, por lo que le transforma en un producto que puede vender.

Sin embargo, poco a poco están empezando a surgir movimientos que rompen con esta forma de entender internet a través de la publicidad. En primer lugar, tenemos la extensión Adblock Plus, que bloquea buena parte de la publicidad intrusiva a la que estamos expuestos al navegar por internet.

A su vez, Axebra indica que uno de los creadores de Firefox está desarrollando un navegador capaz de filtrar toda la publicidad que recibe una página, buscando una vuelta a los orígenes de internet. “Si iniciativas como ésta comenzaran a tener éxito, se replantearían muchos de los emporios de la publicidad en internet”, sentencia. 
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*Fuente:http://www.diagonalperiodico.net/saberes/29354-google-buscador-vende-tu-privacidad.html
¿Qué tiene de mágico una colonia de gringos?

Los problemas que están enfrentando los pobladores de Todos Santos, se derivan de políticas públicas federales y estatales que favorecen a empresas extranjeras, mineras y del turismo, por encima del interés ciudadano.

Tulio Ortiz Uribe
Quienes estuvieron ahí el 30 de junio de 2006 cuentan que el secretario de Turismo, Rodolfo Elizondo, se quedó pasmado. No salía de su asombro y en momentos tuvo que contener la sonrisa. El gobernador Narciso Agúndez y su comitiva lo llevaron a conocer el poblado de Todos Santos para convencerlo de que lo integrara al programa denominado Pueblos Mágicos.

Hasta ese momento 29 poblaciones habían recibido esa distinción, un programa que pretendía aumentar el turismo en comunidades donde hubiera atractivos históricos y/o una tradición artesanal que ofreciera sus productos directamente al viajero, aparte de hoteles y restaurantes de buena calidad.

Cuando la Sectur le otorga ese título a una localidad, recibe fondos federales y estatales, así como obras de infraestructura por las que no paga. Para impulsar su imagen urbana se pintan las fachadas de las casas, se remozan las principales calles y se ocultan las instalaciones eléctricas y telefónicas; también, se le da difusión y promoción a nivel nacional e internacional.

Esto propició el apetito de gobernadores y presidentes municipales por acceder al programa federal y obtener recursos frescos, por lo que se vino una avalancha de peticiones, entre ellas la de Víctor Castro, entonces presidente municipal de La Paz.

Luego de su visita, el secretario de Turismo declaró que se iba a analizar el caso. Sin embargo, dicen que comentó a sus allegados: “Si incorporamos a este pueblo que no tiene mayores atractivos, de inmediato cien poblaciones de todo el país nos van a pedir lo mismo”

Y así fue. Luego que Todos Santos fue declarado Pueblo Mágico en octubre de 2006, se multiplicaran las peticiones. En los seis años del gobierno de Felipe Calderón, con Gloria Guevara Manzo a la cabeza de la Sectur, se nombraron 51 pueblos más (incluyendo a Loreto) para cerrar el sexenio con 83.

Al entrar el gobierno de Peña Nieto se dijo que, por razones políticas, se “estaba prostituyendo al programa” y que habría que revisarlo, pues muchos de los nombramientos no reunían los requisitos para tal honor. Para esto, se encargó un análisis de la situación a un despacho privado, titulado Diagnóstico de la evolución y perspectivas del Programa “Pueblos Mágicos".

El estudio encontró entre otras cosas que: 1).- Se incorporó a localidades que no estaban preparadas para ello. 2).- Se violentaron las reglas de operación y se rebasó al Comité de Evaluación. 3).- El programa se distorsionó y perdió credibilidad. 4).- De las 83, hay 23 poblaciones que requieren ser revisadas para que profundicen su trabajo y puedan mantener su nombramiento de "Pueblo Mágico".

Hoy en día Todos Santos lucha por mantener su integridad comunitaria y cultural ante el embate de organizaciones y capitales extranjeros, que pretenden tomar el control de la población.
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El programa de los Pueblos Mágicos ha estimulado una amplia crítica, principalmente del mundo académico por parte de sociólogos y antropólogos, porque implica una amenaza contra el bien cultural y la identidad de los pueblos, la homogeneización y banalización de la cultura y la conversión de los pueblos en parques temáticos a la Disneylandia.
Así, la lógica de la industria del espectáculo y del consumo masivo es trasladada al patrimonio cultural para incrementar la ganancia económica de unos cuantos. Muchos de los municipios buscan recibir la declaración solamente para obtener mayores recursos presupuestales. Otros han rechazado el programa porque consideran que es un atentado contra el valor patrimonial de los pueblos, así como la pérdida del patrimonio tangible e intangible de estas poblaciones pintorescas.
En otros casos la promoción turística de los pueblos ha alterado todo el sistema económico y social de los habitantes, la difusión hecha principalmente hacia los turistas de Estados Unidos o Canadá. La llegada de nuevos habitantes atraídos por la oportunidad de vender a los turistas dio a conocer que este tipo de programas, no han beneficiado a los habitantes locales como se esperaba, solo los empresarios y los prestadores de servicios, que son quienes aprovechan de manera desigual la afluencia de visitantes.
El elitismo y el uso del lenguaje propio del lugar como una marca comercial afectan la imagen real de los pueblos de México que han sido declarados “Pueblos Mágicos”. Los recursos bajados del Programa federal y que de repente inflan el presupuesto municipal, atraen al crimen organizado. Sus actividades han afectado la imagen de muchos de estos pueblos. Investigadoras de la UNAM mencionan que la dotación de bienes y servicios públicos y el mantenimiento de los espacios urbanos son políticas que deberían beneficiar la calidad de vida de los lugareños a través de los ayuntamientos por ser un recurso público y federal. Pero los resultados no son así. La visión mercantilista de los proyectos ha generado una mayor segregación del habitante local después de la declaratoria de "Pueblos Mágicos" y una pérdida de la identidad. (http://rivieranayaritone.blogspot.mx)


lunes, 15 de febrero de 2016

¿Por qué no cae ningún capo gringo del narcotráfico?

Antonio Albiñana

Lo llamaron “Plan Colombia” y se inscribía en la estela de la “guerra contra las drogas” declarada por el mentiroso presidente Nixon hace 40 años. Lo suscribieron su sucesor Bill Clinton y uno de los peores presidentes que haya sufrido Colombia, Andrés Pastrana.

La pasada semana se celebró en Washington el 15 aniversario del “Plan”. Con reunión masiva en el ala este de la Casa Blanca y una superfiesta en la embajada colombiana, que inauguraba local. Allí se anunció una secuela que se llamará “Paz Colombia”, si el Senado le aprueba a Obama unos cientos de miles de dólares que añadir a los teóricos 10.000 millones ya gastados.

En principio, el objetivo central del Plan era combatir el narcotráfico, acabar con la producción y consumo de drogas, especialmente de la cocaína. Pero pronto, en la estela de una guerra fría que seguía vigente en América Latina, se orientó fundamentalmente a la lucha contra la subversión, representada especialmente por las FARC, que entonces contaban con 25.000 miembros y podían poner en jaque al Estado en numerosas zonas del territorio colombiano.

Helicópteros, pertrechos, asesores, para acabar con la “guerrilla comunista”, fueron el centro del convenio. Más adelante, a través de operaciones encubiertas con la CIA y la NSA (Agencia Nacional de Seguridad) tristemente célebre por las revelaciones del perseguido Edward Snowden sobre sus actividades de interceptación y espionaje ilegal en todo el mundo, se vendió al Gobierno de Uribe tecnología sofisticada, especialmente las denominadas “bombas inteligentes” que contribuyeron a abatir jefes guerrilleros como el mando militar Jojoy, Alfonso Cano o Raúl Reyes, este último en territorio ecuatoriano mediante el apoyo logístico de la base militar estadounidense de Manta, hoy clausurada por el presidente Correa.

A pesar de los duros golpes infligidos a la guerrilla, “daños colaterales” incluidos, el Plan Colombia no consiguió terminar con las FARC, que han seguido ocupando territorio con más de 10.000 efectivos y manteniendo en jaque a las fuerzas militares. Por eso el actual presidente, Juan Manuel Santos, aun cuando fue ministro de Defensa con el guerrerista Uribe, decidió nada más iniciar su mandato entablar unas conversaciones de paz que se han desarrollado en los últimos años en La Habana, que ya han conseguido la tregua en las acciones de la guerrilla y permitirán alcanzar la paz negociada en los próximos meses. Lo que no consiguieron el Plan Colombia ni el Ejército en medio siglo, lo han logrado civiles y jefes guerrilleros sentados en una mesa desarmada en la capital cubana.

Junto al énfasis guerrero, la vertiente “antidrogas” del Plan Colombia ha desplegado su acción en los últimos 15 años, principalmente centrada en la fumigación aérea de los cultivos. Así como en el aspecto militar del acuerdo el dinero “donado” debía emplearse en la compra de todo lo empleado – “incluidas las botas de los soldados”, según me informaba un alto cargo del Gobierno Uribe–, en este caso, las beneficiarias de la fumigación eran, además de los aviones alquilados, las multinacionales químicas Monsanto y Dow Chemical, que se deshacían en Colombia a precio de oro de venenos cuya aspersión ya está prohibida en el mundo civilizado por la presión ecologista e incluso de los organismos de Naciones Unidas.

Cuatro millones de hectáreas han sido fumigadas en territorio colombiano durante el Plan Colombia, obligando al traslado de cultivos sin eliminarlos, antes bien aumentando el área sembrada de coca y, según el gran periodista Antonio Caballero (antiguo columnista de Público), “arrojando a los campesinos cocaleros en brazos de las guerrillas que los defienden y a las que pagan protección”.

Junto al Plan, los agentes de la poderosa agencia antinarcóticos de Estados Unidos (DEA) han operado en Colombia a sus anchas como una dependencia clave de la Embajada en Bogotá. Con sus investigaciones han logrado centenares de detenciones seguidas de extradición, para que cuenten lo que saben y enriquezcan el patrimonio informativo y la capacidad de presión de la agencia a todos los niveles, incluyendo centros de poder económico y político.

Más de mil extraditados desde Colombia. Célebres narcos como Pablo Escobar abatidos o grandes narcos, como los jefes del cártel de Cali, conducidos a cárceles estadounidenses. En estos días, el Chapo Guzmán, tras su enésima fuga, trincado en medio de la horterada que persigue a este tipo de personajes y reclamado de inmediato por la potencia del Norte…

Pero la pregunta que servía de titular a este comentario sigue en el aire.

Las toneladas de cocaína y heroína llegan puntualmente a Estados Unidos desde Colombia, México, Panamá o Perú para su distribución en su inmenso territorio mediante redes bien organizadas, hasta llegar, con pureza variable, al ejecutivo de Wall Street o al negro lumpen del Bronx…¿Quién las recibe? ¿Qué fantasmas invisibles se hacen cargo de las avionetas, los submarinos o las mulas viajeras que arriban a los aeropuertos con su carga de coca?

¿Por qué se habla de “chapos”, “escobares”, “orejuelas”, y jamás de un capo estadounidense? ¿Por qué nadie investiga cómo se manejan las inmensas cantidades de dólares que sin duda manejan los bancos lavadores del destino final de la droga, infinitamente superior en valor al de la compra de la hoja al perseguido campesino cocalero?

Hace tiempo, García Márquez le preguntó reservadamente a Clinton sobre todo esto. Más o menos le contestó que la respuesta era un grave problema de Estado y que se sabría, al modo de los misterios de Fátima, dentro de varias décadas.

Mientras tanto, los mayores consumidores y agentes del negocio de la droga son de la misma potencia que aparece como perseguidora implacable del narcotráfico.

Como decía el paisano citado por Carlos Fuentes refiriéndose a los gringos: “Ellos ponen sus narices, nosotros los muertitos”.

Fuente:http://blogs.publico.es/antonio-lbinana/2016/02/12/por-que-no-cae-ningun-capo-gringo-del-narcotrafico/